Vincent Ward l Nueva Zelanda l 90 min l 1984.
Podría ser otra típica coming-age de niñe imaginative que vive en zona rural y se enfrenta a una crisis familiar pero decir eso sería más que una reducción, un menosprecio. La ópera prima del neozelandés Vincent Ward descoloca con atmósferas entre surreales y mágicas que sirven para narrar el pasaje turbulento que hay de la infancia a la pubertad en el cuerpo, mente y alma de una joven llamada Toss.
Vigil arranca con una muerte. La caída del padre pastor por un barranco mientras intenta salvar una ovejita atascada entre las rocas. Previo a eso ya se siente una sensación post apocalípitca en la iluminación fría, en la música que utiliza y en el paisaje en sí. Wairarapa es una planicie en altura escasamente poblada. Salvo su madre, su abuelo, algunos animales y Ethan, un cazador al que contratarán para reemplazar la labor del padre, no hay nadie más a la redonda. A esto se le suma el efecto de que la película sucede fuera de tiempo, sin saber si transcurre en la contemporaneidad o durante una época extraviada de la historia.
Una vez muerto el padre, Toss comienza a experimentar una fijación en éste tal Ethan, quien no solo comienza a ocupar ese lugar faltante en la familia sino que se convierte en esa figura masculina que motoriza sus cambios internos. Primero, desde el miedo ya que él es el encargado de traer la noticia del fallecimiento con el cadáver en brazos. Del miedo pasa a la pulsión por querer eliminarlo hasta que de la sed de venganza finalmente llega lo sexual.
Está claro que Ward es un hacedor de ambientes más que un hábil narrador por eso puede que la trama termine siendo demasiado flotante quedando desintegrada entre los juegos de luces y cierto abultamiento del sonido. Lo que sí no hay dudas es que Vigil con ese cruce entre realismo con aires de posguerra y magia medieval es única en su especie.
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