Ingmar Bergman I Suecia I 1968 I 90 min
Despues de haber visto Vargtimmen tuve la revelación de que todas las películas que había visto de Bergman ninguna era en realidad una película de terror (entendiendo al terror como algo más expansivo: una sensación, una incomodidad, como la oscuridad inusitada del comportamiento humano, la angustia frente la pérdida de la fe o lo fatigoso de caminar en el pantanoso terreno de la existencia). El encierro que acá brinda la isla donde el protagonista y su actual pareja arriban, como su pasado en sí: el de un artista trastornado que carga con los fantasmas y la culpa por haber asesinado fríamente a un niño -hecho que le produce insomnio y pesadillas terribles con personajes grotescos-; arman la estructura para que el viaje por los recovecos más sucios del inconsciente se ponga en marcha.
Hay una escena en particular que no esperaba para nada encontrármela. Está el niño colgado de su espalda mordiéndole el cuello como una serpiente, el hombre desquiciado reventándole la cabeza con una piedra, una música puntiaguda que al comienzo suena como el zumbido de una mosca y que luego además de pinchar también pega, y el contraste alto de una imagen que borra toda nitidez paradójicamente convirtiéndola en la escena más luminosa de toda la película. Bergman prescinde por unos minutos de su arma favorita, la palabra, y materializa el horror como pocas veces lo vi.
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