Aki Kaurismaki I Finlandia I 70 min I 1990
Si es la primera vez que te ubicás frente a una película del finés Aki Kaurismaki lo primero que llama la atención es el tono, un vaho sin fragancia, cierta inclinación descendente del espíritu. Es que sus personajes, siempre cabizbajos, hiératicos, inexpresivos al punto de ser figuras estampadas sobre un fondo que lo único que transmite es vacío, son la manera en la que el director consigue darle relieve al dolor.
Uno ve esas miradas, esa respiración seca -en este caso, la de una joven proletaria que trabaja en una fábrica de fósforos y vive con una familia a la que una conversación, un mimo, un trato ameno, es inusual por no decir inexistente- y uno reconoce esas personas, de algún lado las tiene. Y es que hay un cine entere bebiendo de la fuente del finés. Cine deadpan como le llaman algunos. Algo así como el humor aflorando entre las grietas grabadas por la desgracia. Un cine de personajes que vagan por escenarios fríos, sin identidad. Un cine como el de Martín Rejtman acá, el de Jim Jarmusch en el hemisferio norte. O bueno, una realidad como la nuestra en este presente extraño donde practicamos la rectitud frente al silencio absurdo que libera la tragedia sin saber si reír o llorar o simplemente cómo mierda ubicarnos en la distancia polar a la que somos sometidos.
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