Kaneto Shindô I Japón | 102 min I 1964.
Después de Dreyer, no recuerdo una película donde al viento se lo filme con tanta violencia. Ya en esos cinco minutos introductorios, de pastizales moviéndose al ritmo irregular de un jazz frenético, Onibaba te clava la mirada como un puñal y no te la saca. Hay una tierra baldía –poco alimento, pocas personas, puro lamento- que parece extenderse miles y miles de kilómetros a la redonda. La cañas altas y gruesas se han vuelto rejas para una madre y su nuera que subsisten robándole posesiones a soldados. Porque hay un detalle: esto es la Japón del XIV, una Japón de samuráis y guerras civiles; una Japón más cercana al apocalipsis que al progreso. La degradación del ser humano como vía directa para caer en las garras del pecado es el eje. La lujuria de la nuera despierta una ira visceral en la madre una vez que esta se entera del affair que tiene con un vecino de la aldea. De modo que entre las lluvias torrenciales y una oscuridad que resulta impenetrable para el ojo humano, una máscara se vuelve el arma con que la mujer asusta cada noche a la joven.
Podría hablar y hablar de más sobre el contexto, el deseo sexual, el significado del adulterio en la cultura japonesa, pero todo eso se desgranaría entre los dedos si entendemos que Onibaba funciona más como un estado espectral que como un argumento sólido. Hablamos de terror atmosférico. Uno que se va regulando entre golpecitos, sonidos, cambios bruscos de plano, materiales y cuerpos. El mundo se pudre lentamente y en ese proceso, la mitología deja de ser un mito. La maldición de los samuráis existe y drena su mercurio como castigo para rectificar los pocos valores que todavía subsisten.
Yorumlar