Se ha escrito mucho sobre el mar. Desde relatos contadas por ambiciosa exploradores hasta los grandes mitos oceánicos presentes en la mayoría de las culturas orilleras. Hay algo misterioso en el bamboleo del agua salada. Una fuerza que en la mayoría de los casos se vuelve indomable para el ser humano. Si la tierra es nuestra zona de confort, no estaría mal entonces pensar al mar como se piensa al espacio exterior: dos zonas donde lo desconocido se enfunda en la oscuridad y el tiempo, el movimiento y la materia adquieren una percepción distinta, singular. Es en base a ese extrañamiento donde se apoya Leviathán.
Entre el documental etnográfico y el cine experimental, la película es una lección de cómo deshacer y rehacer el mar para volver a verlo por primera vez. Montado sobre el salvaje ecosistema que resulta un barco pesquero (lleno de cadenas y sogas y hombres rudos con botas cubiertas de sangre y restos de pescado), el registro aprovecha del movimiento natural del transporte absorbiendo el ritmo particular del océano. De esta forma., todo adquiere una consistencia psicodélica. La cámara se agita y luego, reposa. Convive y registra las gaviotas. Se unifica con los peces vivos y los cadáveres de los muertos. Asume el tempo extraterrestre de su espacio circundante. Para finalmente engarzarse a la respiración del mar y volverse un elemento más en esa masa azul y muscular.
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