Una familia austríaca de clase media acomodada vive a través de la interacción mecánica con los objetos que la rodean. O eso nos muestra una cámara despiadada que lleva a sus personajes a la misma categoría de objetos. Objetos domésticos y representantes del buen vivir: una linda cafetera doble, una radio, generosas compras sin guardar del supermercado. Un modelo de éxito familiar al que constantemente le falta algo. La respuesta podría ser vida, pero el gran faltante es mucho más gigante y complejo que lo que apenas se limita a ser vida.
Pero algo irrumpe: Australia en imágenes de ensueño, como el destino ideal para vacacionar, aparece en flashes como un escape a tanto vaciamiento emocional. Y allí deciden emigrar. “Cuando se toma una decisión, hay que mantenerla”, dirá el padre en una carta de despedida a un familiar. Pero el trasfondo del séptimo continente australiano es un lugar muy distinto al de esas playas de arenas blancas.
Haneke inspiró su ópera prima leyendo una noticia en el periódico acerca de una familia que se suicida. Y encontrar una manera de narrar la muerte desde la decisión de personajes que interactúan pero no se comunican, es lo que da en el punto clave para entender ese microcosmos (dis)funcional donde lo que más se aproxima a la vida son unos peces en la pecera del living y la música diegética que sólo suena a través de objeto-radio u objeto-tele.
El coronamiento de esta obra maestra se despliega en una secuencia donde, entre tanta agonía y objetos destrozados, queda una televisión encendida con Jennifer Rush cantando The Power of Love.
El Séptimo Continente” es la primera parte de “La trilogía de la glaciación emocional”, que completan “Benny’s Video” (1992) y “71 Fragments of a Chronology of Chance” (1994).
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