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Crash [1996]


“En efecto, aunque la actividad erótica sea antes que nada una exuberancia de la vida, el objeto de esta búsqueda psicológica independiente como dije de la aspiración a reproducir la vida, no es extraño a la muerte misma.” G. Bataille, El erotismo


No me olvido más de la primera vez que vi Crash. El comienzo me raptó al instante, con esa música hipnótica, de cuchillos y carrocería, de noche larga y aliento con vapor de frío. La música me traía un manojo de sensaciones encontradas: por un lado atracción, un despabilar del deseo pero a la vez una sensación de temor, la inminencia de un desborde. Los títulos cruzados con haces de luz de faro de auto y acercándose a mí como un auto repentino de frente en la ruta, también me alertaron de este doble sentir: tengo que doblar o me estrello pero a la vez quiero sentir ese impacto, quiero seguir.


¿De qué va Crash? Una pareja que ya no sabe cómo excitarse, que pela y pela la cáscara del sexo buscando algo más, se cruza por accidente con un grupo muy especial que la inicia en nuevas dimensiones de la experiencia erótica con la avidez del runruneo del motor a punto de acelerar.


Cronenberg una vez más: la carne y sus demandas, sus revulsiones; la relación parasita del cuerpo humano con la tecnología; el deseo como posesión demoníaca y como contagio viral; la logia que busca potenciar la experiencia de la realidad. En este caso, vía Ballard, el tópico son los autos: su materialidad y su capacidad de atravesar espacio a gran velocidad y de volcar, de chocar, de destruir y destruirse, de destruirnos.

La película me atravesó con su incomodidad gozosa; la excitación y la perturbación que una vez más se cruzan las manos como se cruzan los estruendos de los paragolpes y los cristales reventando y el susurro serpentino de Deborah Kara Unger hablándote al oído.

¿Dónde toca su borde el deseo con la violencia? ¿Cuán cerca está la destrucción del orgasmo?


Crash: un ensayo sobre la sexualidad humana, un pequeño paraíso freak, una isla lejana de lo políticamente correcto que mete el tenedor en el enchufe de la convención y suelta el voltaje de las experiencias extremas, de esa vraie vie, de esa intensidad sin mástil donde atarse.


Los placeres que rebalsan el dique de lo manejable, el dolor que sensibiliza el cuerpo entero como un relámpago que atraviesa el esqueleto, el riesgo que imprime la velocidad y llevar nuestro cuerpito animal al capricho del ritmo alocado de una máquina hasta el colapso, hasta el reviente. Hasta la descarga final donde el choque demoledor de la carrocería triturada se entremezcla con el último gemido.


Escribió @a.lontano


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